Hundida tras el ataque al gran templo, me refugie en las ruinas de la antigua abadía.
Mi corazón y mi alma estaba aun dolidas por tanta muerte y destrucción, la causa simple, mi ideología.
Cuan necios todos a mi alrededor parecían mirar obtusamente, los cuervos que se habían congregado en aquel lugar guardaban silencio y me observaban con sus rojizos ojillos.
La luna salió de entre las nubes, alce mis brazos hacia ella, implorando, suplicando casi sollozando.
Comencé pues un cantico doloroso y cruel, con los nombres de aquellos que me habían hecho daño, uno a uno fui lanzando sus nombres en agónicos gritos.
Poco a poco los cuervos fueron acercándose, hasta llenar mi regazo, mis hombros, mis brazos.
Entonces la oscuridad avanzo, desde el suelo, desde la nada de un suelo árido y baldío.
Me envolvió, dándome nombre.
Invoque al esposo de la noche, al señor de la oscuridad al que me había consagrado al ingresar en su templo. Cuando vi el brillo rojo de sus ojos en la noche, supe que ya no tenía nada que temer… pues mi maldición había sido escuchado.
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