Tras la muerte de mi padre, una tristeza inmensa se
apodero de mi alma, me recuperaba, pero la tristeza se apoderaba de mi, hasta
el punto que todo mi ser era prácticamente inmune al resto del mundo.
El mundo llego a ser algo que no me parecía un lugar
feliz, no notaba alegría, solo veía sus ojos, los ojos de los dañados y los sentía.
Un día enferme, la enfermedad fue tan fuerte que mi corazón
paro.
No sé cómo fue, no sé cómo fue, pero volvió a latir, en
el pueblo todos me miraban rara, todos pensaban que yo era un bicho raro,
dejaron de hablarme, aunque ahora y aquí creo que yo también les deje de
hablar.
Soñaba con seres alados, entre ellos un monstruoso ser
que me hablaba, un dragón me enseñaba a jugar, luego despertaba y veía el miedo
en los ojos de los que me rodeaban, si les hablaba de mis sueños, así que lo
ocultaba.
Un buen día llego un grupo de cuatros monjes a caballo, vestían
de negro, hablaron con mi madre, esta me dijo que tenía que irme con ellos.
Me fui, le prometí que volvería, lo cumplí, pero fue
tarde cuando llegue mi aldea y todos sus habitantes estaban muertos.
Muertos, aun quedaba para que saliera el sol, aun me dolía
aquel recuerdo, me escuche sollozando, este cuerpo era blando, pero humano.
Mi maestro fue el señor del fuego, uno de los cuatro
maestros guerreros de la luz, el me eligió por mi unión con el dragón y con
alguien más, el que luego fue mi esposo, pero que por ahora solo era un sueño.
El solo ya lo iluminaba todo, entraba gente, eran
trabajadores.
Baje lentamente, cuando ya estaba abajo, un hombre gorrete
y con prisas, me dijo:
Oh, así que tu eres mi nueva ayudante, llevo esperándote
desde ayer, sígueme- se puso un gorro que para la gran cabeza que tenia le
quedaba pequeño- tenemos que preparar los huesos, viene la televisión.
Le seguí, no sé lo que es la televisión pero tenía ganas
de conocerla.
Además aun no había llegado nadie, tenía tiempo.
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